Salvemos la polifonía



Dicen que la sinfonía es la obra estrella de la música clásica. Haydn, Mozart, Beethoven... Nos dieron la oportunidad de oír a una gran variedad de instrumentos interpretar la misma pieza. No importa que sean 4 violines o miles de intérpretes, mientras haya movimientos y variedad el meneo musical garantiza el deleite estético. La música pide a gritos la polifonía.

Triste obra comenzó a ser aquella que tan solo tenía un hilo melódico y unidad de ritmos, tal vez para ser interpretada por un pobre solista. La música anhelaba más. Llegó la polifonía. Esa simultaneidad de sonidos diferentes que forman una armonía; el punctum contra punctum, la admirable combinación de melodías independientes que se escuchan conjuntamente, de manera que suenan armónicamente.

Las segundas no juegan solas, buscan a las terceras y a las cuartas. Es la exaltación de lo diverso, la belleza de la improvisación y lo distinto.

La clave del equilibrio final no está en la unidad melódica, sino en la ingeniosa combinación de sonidos disonantes, de voces añadidas, en la escucha mutua de los músicos, en la combinación inteligente de ritmos. Cada parte es autónoma rítmica o melódicamente -o ambas- pero se trata de una misma pieza musical y el conjunto, para caerse de la silla.

Tal vez nos estamos volviendo a agarrar a la homofonía. La seguridad de los que piensan como nosotros, de las opiniones convergentes, de la unidad melódica. Surgen críticas cuando personas aparentemente distintas se encuentran en el camino, comparten canción. Vuelan cabezas si aquellos que mantienen posiciones ideológicas distantes se sientan a conversar, ceden o, quién sabe, entablan una amistad.

Últimamente, se escuchan demasiadas declaraciones políticas de unos y otros justificando las zancadillas en supuestos disensos que harían incomprensible el trabajo en conjunto. En realidad, muchos pensamos que hace tiempo que ninguno de ellos ha reflexionado seriamente sobre la verdad de esas incompatibilidades políticas, porque lo que luce bajo toda esa palabrería es más bien reticencia por compartir el poder.


Buscamos la seguridad de aquello que es fácil, porque la polifonía es bella y extraordinaria, pero no deja de ser un reto musical e intelectual, una locura. Nuestra homofonía es entonces pura simplez, afán del solista ególatra que quiere interpretar su pieza sin acompañamiento, su canción. Única, pero triste y simple canción.

No nos queda otra. Cada uno de nosotros es una orquestra. Cada persona, cada ciudadano, cada barrio, cada ciudad. Intereses, vidas, prioridades diferentes que tal vez pudieran llegar a encajar, sin perder individualidad, si no quisiéramos renunciar a la armonía disonante. Yo no querría ser homofónica con mis amigos. De hecho, no creo que pueda ser homofónica ni conmigo misma. La complejidad y la diversidad de opiniones no deberían romper el equilibrio. Pero necesitamos que alguien se decida a escribir esa pieza. Y que otros la mimen.

Debemos fomentar la cultura del disenso. Pero no el disenso que va a la suya y separa los caminos, sino el disenso que se funde armónicamente. No el disenso que anula, sino el que enriquece el conjunto de la obra.

Tras habernos deleitado -aunque fugazmente- con la polifonía, sería una pena volver a los tiempos de la música en vertical.

Sí, salvemos la polifonía. Aunque vaya a costarnos la vida mantenerla a flote.

Comentarios