Durante todos los años de mi vida me he dedicado a desmentir reiteradamente allá dónde iba la existencia de una mínima tensión en Cataluña relacionada con la cuestión territorial. Existían aquellos que deseaban la independencia de Cataluña, y otros que preferían seguir formando parte del Estado español, pero las opiniones contradictorias no conducían a un conflicto relevante. Me enorgullecía formar parte de una sociedad civilizada, en la que no faltaban familias cuyos miembros pensaran de forma muy diferente, en un ambiente normalizado de sana y legítima divergencia de pareceres. Me resisto -por la evidencia de la experiencia- a afirmar que quede poco de esa situación de paz, pero tampoco podemos negar que en Cataluña la conflictividad social se ha agravado en los últimos días. Para ello no hace falta más que advertir el tono de algunos "debates" en el mundo de twitter.
No entraré a analizar las actuaciones políticas de los últimos meses, porque cada cual tiene su opinión. Me limitaré a apuntar que, si ya me parece cuestionable que un gobierno (tanto el catalán como el español) no sea capaz de jugar políticamente y con sentido común las cartas que tiene, el hecho de que esté consiguiendo agrietar una realidad consolidada de convivencia pacífica me parece de una flagrante incompetencia.
Con todo esto, quisiera hacer una previa reflexión. Por definición, en un Estado existen opiniones e intereses muy distintos, derivados de la rica pluralidad de las sociedades en las que vivimos. Puesto que estos intereses pueden presentarse en ocasiones como incompatibles entre ellos, la política surge como respuesta adecuada que posibilita la recogida institucionalizada de las pretensiones sociales, con el fin de consensuar políticas que nos dirijan hacia un bien común. Me sonrío mientras escribo estas palabras. Me sonrío porque hace mucho que hemos olvidado que la política no es un trabajo de simple reivindicación de los propios intereses.
Ciertamente, los partidos políticos cumplen la función esencial de recoger la opinión y necesidades de determinados sectores sociales y ser voz y representación de éstos en las Cámaras. Pero ahí no acaba todo. Es necesario dar un paso más. Los partidos elevan las opiniones e intereses de los ciudadanos al Parlamento para que después pueda suceder lo verdaderamente esencial: el debate político, el diálogo ponderado, lo búsqueda del interés general y la generación de soluciones consensuadas. Considero que ésa es la verdadera función de los políticos. Porque señores, recoger las opiniones del electorado, redactarlas en formato de engañoso y ambiguo programa electoral y gritarlo en las cámaras parlamentarias podría hacerlo mucho mejor cualquier programa informático de recogida estadística de datos y opiniones. Bueno, lo de gritar no acaba de estar del todo claro, aunque creo que bastaría con dar un megáfono a un energúmeno cualquiera con ganas de discusión. Es el debate, es el diálogo, es la empatía y la construcción del consenso lo que justifica que sigan siendo mujeres y hombres de carne y hueso los que tienen el honor de ocupar los escaños del Parlamento a costa de las arcas públicas. Quizás ahí está gran parte del problema: el paso de la política como comunicación a la política como autoafirmación, clara señal de que algo está fallando en la formación de los que nos representan.
La verdad es que la incapacidad de los políticos poco me sorprende ya. Pero lo que me parecería un verdadero drama es que la manifiesta incompetencia de éstos salpicara la racionalidad de la ciudadanía. Que la radicalización de posturas en las Cámaras parlamentarias y la negación del diálogo puedan trasladarse al escenario social, con la consiguiente construcción de una sociedad de dos bandos que se desprecien el uno al otro. En realidad existe una maravillosa multitud de bandos, que ojalá dejen de llamarse con ese nombre, y todos deben procurar entenderse. El único bando despreciable es el de los ignorantes que piensan que tienen toda la verdad y se colocan por encima de los demás.
Y para no construir esa sociedad bipartida, la solución es desradicalizar los discursos. En la mayoría de ocasiones, esa radicalidad ciega proviene de la exacerbación del sentimiento, de manera que bastaría con empezar cediendo un poco de lugar a la reflexión ponderada, con una mayor crítica hacia las pasiones propias y una mayor empatía hacia las ajenas. La lógica pausada nos llevará a advertir que, así como a unos nos ilusiona ver ondear la señera un 11 de septiembre, a otros, por la misma regla de tres, les emocionan el 12 de octubre, la bandera española y el chotis. A nivel de calle no se trata de bondad o maldad. No es represión o resistencia. Es diversidad. Pero para advertirla es necesario pensar con la cabeza y no sólo con el corazón. Como dijo Séneca, no hay más calma que la engendrada por la razón.
Y finalmente un último apunte, que por ser el más humano me parece especialmente importante. Supongamos que existieran dos bandos en una sociedad. En ese caso, las mejores personas a las que pueden conocer los sujetos del bando A son las personas del bando B. Y digo esto porque todos necesitamos amigos que nos cuestionen, que nos hagan crítica, que nos descubran que hay vida más allá de nuestras narices. Existen fantásticas personas al otro lado de nuestras opiniones. Cuando radicalizamos un discurso tendemos a perder la empatía, caer en la lógica del enemigo y aflojar el interés por conocer a los demás, y con eso nos perdemos lo mejor: a muchas personas. Que los políticos no sepan hablar es un tema, pero quizás es la hora de que su electorado les demos una lección de ciudadanía.
Sin diversidad en las amistades no habría autocrítica ni humildad, y se acabarían las apuestas de un par de birras entre amigos. Y las apuestas de un par de birras son la base de la convivencia social. Aunque no lo diga ningún estudio de Harvard.
Está bien el análisis y el listón muy alto
ResponderEliminarSoy catalana, y opino que lo que nos transmiten algunos medios de comunicación, es falso o exagerado. Todos quieren ser los primeros en transmitir hechos que muchas veces no están contrastados, o ponen la foto de un dirigente político muy enfadado o al revés sonriente y estrechando manos, según les interese.
ResponderEliminarFalta entendimiento, porque falta diálogo, escucha atenta, buenos modales, valores... No soy nadie para dar lecciones pero siempre he oído decir que la política está para entendimiento de distintas maneras de pensar, y no para imponer sus pensamientos, y los políticos para servir a los ciudadanos y no para servirse de ellos.