LABERINTOS III: El laberinto de las excusas



Dice un refrán que «de buenas intenciones está el infierno lleno». Y es verdad. ¿Cuántas veces te ha tocado empezar una frase queriendo justificar que has hecho algo mal? Entonces se te llena la boca de «No, verás, es que…», o «Si yo iba a…»,  y detrás vienen explicaciones, mil y un motivos que te sirven para descargar un poco la mala conciencia de haber actuado mal, de no haber hecho lo que te habías propuesto o lo que otros necesitaban de ti.

Las excusas lo mismo te sirven para justificar lo que has hecho o lo que vas a dejar sin hacer. Imagina un pasillo lleno de puertas, estancias que contienen algunas de esas cosas que deberías hacer pero... te flojean las ganas y la voluntad. Poner excusas simplemente cierra esa puerta, pero dentro sigue la tarea a medias, la decisión por tomar -y que te gustaría-, pero que no afrontas porque vives solo de consideraciones, pasando de puerta en puerta. Hasta que las has cerrado todas y te quedas solo en un pasillo, frente a una hilera de habitaciones que te amenazan y a las que miras con temor.

¡Con qué gusto te escaqueaste! Cuatro palabras sin pensar, a otros o a ti mismo, te bastaron para darles la espalda y conseguir esa paz instantánea, superficial, distrayéndote con otras cosas y con otras personas. Justificaciones... tratan de convencerte de que las realidades no están ahí, y pareces no darte cuenta de que, en verdad, cada excusa es un portazo en las narices a la oportunidad de disfrutar de la vida.

Entendedme. Las excusas a veces son reales. No siempre hacemos las cosas mal. Es verdad que hay ocasiones en que los buenos propósitos tropiezan con obstáculos e imprevistos que impiden que uno haga todo aquello que se había propuesto. A veces, de verdad, tienes excusa. Y la cuentas. Y no hay más. Tambien puede ocurrir que tú sepas que tus excusas no son reales. Pero las ves como mentiras piadosas. No es el ideal, pero a veces... El problema es cuando empiezas a creerte tus propios cuentos. Porque, si rascas un poco, descubres que algunas excusas son tan solo pequeños engaños  para adornar una realidad que no te gusta mucho, para enmascarar el fracaso o el no haber estado a la altura, intentos de huir por una puerta falsa o atajos para quedar bien.

¿Por qué hablar de laberinto en este caso? Porque te vas enredando en justificaciones y pantallas que te impiden ver el problema. E incluso puede ser que vayas enredando a otros, que quieren creerte. El engaño de este laberinto es que al principio no parece tal y, cuando llevas algún tiempo dentro, puedes llegar a acostumbrarte a esos recovecos, dejas de percibir la falsedad de los caminos en los que te has metido y confundes esa cárcel con un cómodo refugio. Cómodo no por mucho tiempo.

A veces la salida más sencilla es reconocer las cosas como son. Darse permiso para no ser tan cumplidor, o para equivocarse. Aceptar que algo no va como esperabas, o como debía haber sido. Pedir perdón. Decirte con franqueza que lo que hay detrás de esa puerta no admite más demora. Solo eso te puede permitir mirarte con honestidad y aceptar lo que no puedes cambiar, pero también detectar lo que sí puedes (y a veces debes) intentar cambiar. Para no terminar poniendo excusas ante lo que tendría que ser innegociable en nuestra vida: el amor. 

Por la verdad, la libertad...

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