Imagina caminar con los ojos
tapados, por un terreno donde, junto a algunas piedras firmes, sabes que hay
también arenas movedizas, socavones, charcos y hasta minas que pueden estallar
si las pisas. Qué temor, ir avanzando así, tratando de tantear a cada paso,
queriendo adivinar si el suelo aguantará o si te hará ceder. Cada paso adelante
es una victoria, pero el preludio de un nuevo momento de angustia.
Ahora imagina que, sin tú saberlo
–porque sigues andando a ciegas–, llegases desde ese terreno a otro más sólido,
donde ya no hay apenas socavones, ni charcos, ni minas. Pero tú no lo sabes. Y
en tu ceguera, sigues avanzando con el temor de que el siguiente paso te pueda
hacer tropezar, o hasta saltar por los aires. Y no sabes que, si te quitaras la
venda de los ojos, descubrirías que has dejado atrás el paraje más lleno de
peligros, y que además en realidad es fácil detectarlos cuando te fías de la
experiencia y vas aprendiendo del camino previo –que es tu historia–.
Algo así ocurre en el laberinto
de la inseguridad. Es un terreno donde quizás alguna vez te has visto
vulnerable. En alguna ocasión has pisado mal, has tropezado o hasta algo ha
arrancado parte de ti. Alguien, alguna vez, te hirió. Y en algún momento
empezaste a sentir que, lo ocurrido antes, podía volver a ocurrir. Fuiste
perdiendo la confianza: en ti, en el mundo, y en aquellos que quizás podrían
servirte de guía y de apoyo.
Sin saber por qué, das una importancia desmesurada a
tus antiguos fracasos y ves con desproporción las consecuencias negativas de
tus próximos pasos. Y así van creciendo, también con desmesura, las paredes del laberinto, hechas de recuerdos desfigurados y profecías de nuevas
desgracias.
En este laberinto te crees por debajo
de tus capacidades, piensas que no vales. O tienes miedo a que los otros dejen de
estar ahí. Tal vez la memoria te hace consciente de lo frágil de algunas
seguridades. Quizás es que tú mismo no te sientes digno de ser aceptado,
querido, valorado. Y por eso caminas a tientas sin darte cuenta de que la
verdad –también tu verdad– es mucho más bonita de lo que a menudo piensas.
Para salir del laberinto hay que
quitarse la venda. Destaparse los ojos es dejar de mirar el vaso de tu vida y
de tu historia medio vacío y empezar a mirar el vaso medio lleno – el terreno
firme sobre el que puedes pisar sin temor–. Ese terreno son tres miradas: la
primera, es la mirada que te devuelve Dios, un Dios que ve con ternura tu
fragilidad, y con confianza las capacidades y talentos únicos que ha puesto en
ti. Un Dios que, además, sí ve el camino por donde estás pisando. La segunda es
la mirada que has de encontrar en el espejo, una mirada a tu verdad más honda,
la que te permite comprender tu historia, tu valor único, tu lugar en el mundo. La tercera, la mirada de aquellos que te muestran, con su presencia, su cariño,
y su confianza, que te quieren. Al final es el amor nuestra mayor seguridad. La
que nos saca del laberinto...
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