Uno de los caminos más enrevesados que
nos toca recorrer alguna vez es el de las expectativas. Por una parte, está lo
que uno mismo espera de otros. A menudo te descubres ilusionado, anhelante,
deseoso. Esperas que otros actúen de una manera determinada, tal vez un gesto,
una llamada, una palabra, una mirada... Interpretas eso que ha de ocurrir. En
tu imaginación es señal de afecto, de aprecio, de valoración. Y por eso mismo,
si no llega, empiezas a agobiarte pensando que para esos otros tú no vales, no
importas... No se te ocurre pensar que los tiempos a veces son diferentes, o
que esos otros tal vez no expresen las cosas de la manera que tu imaginación
exige. Y así, empieza una espiral compleja. Cuanto más defraudan tus
expectativas, más se multiplican estas. Y más se resquebraja el suelo sobre el
que caminas.
En el extremo opuesto, está lo que
piensas que otros esperan de ti. También eso es laberíntico. Te importa
cumplir: hacer las cosas bien, acertar, responder lo que se supone que tienes
que responder, tener la palabra precisa, no defraudar nunca...
La trampa de todo esto es que, la
mayoría de las veces, esas expectativas ajenas no son más que el falso reflejo
de nuestros propios anhelos. Somos nosotros, en versión superhéroe, quienes
ponemos el listón. Y cuando empezamos a pensar que nuestra valía depende de
esas metas y no de nuestra verdad, nos encontramos dando vueltas de aquí para
allá, buscando contentar a nuestro yo más exigente. Y lo peor es que pensamos
que todo es por los demás. Queremos dar la talla, pero...
¿Quién puede acertar siempre?
La gran trampa
de este tipo de expectativas es el silencio. Porque es ahí donde se van
gestando. En el no hablar de las cosas. No decir al otro cómo te sientes. No
compartir tu inseguridad, cuando la hay, o tus limitaciones. Las palabras no
dichas, los conflictos no expresados, las necesidades no mostradas –por miedo a
resultar demasiado vulnerable– se van convirtiendo en un muro que te aísla. Y
de ese material se van construyendo las paredes del laberinto.
Hasta que llega
alguien con quien puedes compartir esa parte más frágil. Hasta que llega
alguien a quien puedes decir, sencillamente: "esto es lo que hay". O
con quien puedes reírte de tus límites, sabiendo que te quiere así. Y entonces,
en ese alguien, la amistad se vuelve puerta de salida.
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