De reyes





DE REYES

La majestad no está en los gestos de orgullo,
en la mirada altiva o el ceño fruncido.
No está en la puerta infranqueable
o en la adulación cortesana.
Tampoco en la altura de los rascacielos
o en la privacidad de los accesos exclusivos.
No está en las cenas de gala o en la alta costura,
la joyería fina o los gestos suntuosos.
La majestad poco tiene que ver con protocolos
que encumbran al poderoso y ningunean al débil.

¿Dónde, entonces?

En un rey sin trono, palacio o ejércitos.
Sin cuenta corriente, sin otro exceso
que el de su espera.
Un rey sin más ley que el amor desmedido,
sin más cetro que sus manos desnudas,
gastadas ya en tanta caricia, en tanta brega
por tanto tirar de los derrumbados.
Un rey con los brazos abiertos,
y de tan abiertos un poco quebrados.
Rey de un reino con el perdón por bandera,
la paz por escudo y la justicia, inmortal,
como apuesta eterna.

Ese rey es pura majestad. 

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