Septiembre.



Hay un mes al año en el que todo tiene que volver a encajar.

Tienen que volver a engranarse los deseos con la realidad y las intenciones con la vida. Aquellos destellos de lucidez del verano, en el que tranquilamente hacíamos balance sobre la vida, se topan con el terreno ya dispuesto para hacerlos crecer, y se resisten. Tal vez fuimos demasiado lejos con las metas. Tal vez todavía no sea el momento.

Al cuerpo, ya descansado para volver a trabajar, le gustaría hacer del descanso tarea para siempre. Y remolonea. Habla bajito con picaresca: tal vez no haga falta cortar con todo, quizás no tan de golpe.

El atardecer se adelanta sin previo aviso, acortando el día como queriendo meternos prisa. El panorama de colores que ponía el colofón a nuestros días serenos se convierte en el ladrón del tiempo que parece que no tenemos. Y así vamos, entre resignados y aturdidos, bastante por detrás de la vida. 

La lluvia cae caprichosa a su antojo y nos pilla desprevenidos, como la plasmación perfecta de la jarra de agua fría que a traïción nos moja por dentro pensando en lo que dejamos atrás.

Y ahí, en ese preciso instante en el que tal vez si pudiéramos daríamos marcha atrás, nos sobreviene un pensamiento: hacia adelante. Solamente se puede amar hacia adelante.

Sonreímos sin darnos cuenta. 

Y el corazón vuelve a abrazar el presente. 

Los tiempos se reconcilian por dentro. 
Septiembre coge color.

Se dibujan en las calles recorridos que todavía no hemos andado. ¿Podríamos ser felices de verdad si nos perdiéramos todo lo que viene? 

Caras amigas. 

Nombres que ya no se irán. 
Miradas que levantarán. 
O con las que levantaremos. 
Lecciones. 
Victorias peleadas. 
Derrotas necesarias. 
Amores.


El correr del tiempo no nos está quitando nada. Ahí deja, en un corazón agradecido, la conciencia de que hemos sido afortunados. Y el regalo, inesperado, de que nada ha terminado, todo está llegando. Diferente. Mejor. Renovado.

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