Cuando llega el verano, parece que la vida se quita capas. Las calles se deshacen de ese manto azul de frío y hostilidad y no duele pasearlas. Vivimos con más soltura. El viento llega a la ancianidad y, ya sin fuerza, se convierte en brisa aliada.
El Sol decide alargar la partida hasta pasadas las nueve y todos nos sentimos un poco más permisivos. Se abren las puertas de las casas. Más luz, mayor claridad y más transparencia de colores.
En verano el ambiente se pone más ligero. Y a menor densidad, las conversaciones fluyen un poco mejor y aumenta el tráfico de ideas. Todos nos hemos encontrado alguna vez con ideas dando vueltas sin rumbo ni dueño. Algunos las pierden de vista entre tapas y cervezas y, presas de una racha de brisa, se dejan llevar. Son las ideas peregrinas.
Hay que tener cuidado con esas ideas. Algunas de ellas llegan a nuestras manos para quedarse y se dejan moldear. Otras están alcoholizadas, son simplemente amores de verano. Tienen mucha luz pero son hijas de la locura veraniega y mueren al albor de setiembre cuando, con el atardecer anticipado, llega también el sentido común.
Comentarios
Publicar un comentario