Hoy viajaba en el tren con esa conocida sensación que te
dejan en el cuerpo la prisa y el sueño cuando se encuentran por las mañanas.
Pero la somnolencia ha desaparecido de repente en cuanto la chica que viajaba a
mi lado se ha puesto a hablar por teléfono: (advierto de que me dejo parte de
sus palabras por ser un pelín malsonantes...) "Mi vida es un asco, odio
a toda mi familia y se la he liado parda. ¡Llevo 20 años de mi vida pidiendo
una maldita tarta de mantequilla con almendras! ¿Tan difícil es? Y van y me
regalan un pastel de toda la vida. ¡20 años! Tengo antojo de tarta de
mantequilla con almendras, ¿Vale?” Vale, chiquilla, nos ha quedado claro, a tu
interlocutor y a todo el vagón del tren. Suerte, y que el año que viene te
caiga tarta de almendras.
Reconozco mi indignación, pero enseguida me ha sábado una sonrisa y me he reconciliado
con la chica. Antojo de tarta. Todos tenemos nuestros antojos, nuestros gustos,
nuestros deseos. Grandes y pequeños. Quizás a veces los pequeños se anteponen a
los grandes, a los que de verdad importan, porque los antojos pequeñitos son
los que tenemos con más facilidad al alcance de la mano. Y lo inmediato nos ciega. O quizás porque los
grandes deseos del corazón residen en algo que ya tenemos: las personas. Hace
unos días oí decir a un hombre que más allá de todos los méritos de su vida
profesional, lo más grande que había hecho en la vida había sido amar a una
mujer para siempre. Los que ya son viejos y miran atrás, normalmente piensan en
personas que pasaron por su lado, y si miran hacia adelante, ven a aquellos a
quienes quieren ver felices. Lo mejor de un viaje no es el destino, sino tener
a quienes saludar por la ventanilla antes del despegue o a quienes abrazar en
el aterrizaje. Y como todos sabemos, ningún éxito sabe del todo bien si no
tenemos con quien compartirlo.
Nos va bien recordarlo: Nos gustan infinidad de cosas, pero
sobretodo, nos gustan las personas. Nos gusta enfadarnos y nos gustan las
reconciliaciones. Nos gusta poder sentir odio y nos gusta sentirnos capaces de
amar. No digo que nos guste el odio por sí mismo, sino por lo que tienen de
humano esos contrastes. Nos gustan los dilemas interiores, las miradas de
complicidad, las caras nerviosas y las manos que consuelan. Nos gusta la
generosidad de un niño, la audacia de un joven, la amabilidad de un anciano.
Nos gustan incluso los abuelos refunfuñones. Nos gusta lo que hacen las
personas cuando se han levantado con el pie izquierdo, y lo que son capaces de
hacer cuando se levantan con el derecho. Sabemos que pocas cosas pueden ser más
bellas que la imagen de dos personas que se quieren y que las arrugas de una
sonrisa sobrepasan cualquier canon de belleza.
Dejémonos de tartas, móviles y ropa de última tendencia.
Como deseos pequeños están bien, pero poco más. Y sobretodo, sería bueno que
ningún antojo mediocre nos ciegue tanto que nos aleje del gran tesoro de la
humanidad: la propia humanidad. Porque las tartas llenan la panza, pero los
humanos llenan el alma. Y, por cierto,
los hay a montones y son gratis.
A mi me gusta mi madre que, viejecita y demente, reza por sus hijos y nietos.
ResponderEliminarEs mi gran tesoro